sábado, 22 de enero de 2011

Paris 1790 por Jules Michelet


 “Hacia fines del año de 1790 hubo un momento de aparente descanso, poco o nada de movimiento. Nada más que un gran número de coches que llenaban los caminos cubiertos de emigrados. Los provincianos, en compensación venían a ver el gran espectáculo y observar a París.
Descanso inquieto, sin reposo. Se admiraban, se asustaban de que no hubiera acontecimientos. El ardiente Camilo [Desmoulines] estaba consternado de no tener nada que contar; se casó en este entreacto y notificó este suceso al mundo. Nada de conmociones: en plena guerra (como ya se notaba) esto no era natural. En realidad había dos sucesos inmensos.
Primeramente el rey entregaba la Francia a los reyes de Europa.
Además, contra la conspiración eclesiástica y aristocrática, se organizaba fuertemente la conjuración jacobina.
El rasgo saliente de la época es la multiplicación de los clubes, la inmensa fermentación de París especialmente, de tal modo, que en cada rincón de las calles se improvisaban asambleas. El brillante y monótono París de la paz no da una idea del de entonces. Refugiémonos por un momento en este París, agitado, ruidoso, violento, sucio y sombrío, pero viviente, lleno de pasiones desbordadas.
Bien merece este examen el primer teatro de la Revolución y una visita al Palais-Royal. Vamos derechos, apartemos del paso a esta multitud agitada, estos grupos ruidosos, estas desnudeces de mujeres dadas a las libertades de la naturaleza. Atravesemos las estrechas galerías de madera, obstruídas, ahogadas, y por este pasaje obscuro por donde bajamos quince escalones, nos colocamos en medio del Circo.
¡Se predica! ¿Quién será oído en este lugar, en esta reunión tan numerosa, llena de mujeres de conducta dudosa? A la primera ojeada se diría que era un sermón predicado a las mujerzuelas…Pero no, la reunión es más grata, reconocemos un gran número de literatos, de académicos: al pie de la tribuna vemos a M. de Condorcet.
¿Era el orador acaso un clérigo? Por la vestidura sí; bella figura de unos cuarenta años, palabra ardiente, a veces seca y violenta, sin unción, aire audaz, un tanto quimérico. Predicador, poeta o profeta, no importa: es el abate Fauchet. Este nuevo San Pablo habla entre dos Theclas: la una que no le deja un momento; quiera él o no quiera le sigue al club, al altar: tanto es su fervor; la otra es una dama, una holandesa de buen corazón y de alma noble: es madame Palus-Aelder, el orador de las mujeres que predicó su emancipación. Ambas trabajan activamente: Mademoiselle Reralñio publica un periódico.
Me admira poco el que este profeta tan bien acompañado de mujeres, hable tan elocuentemente del amor, el amor sale a cada instante de sus ardientes palabras. Pero se trata del amor al género humano. ¿Qué quiere? Parece exponer algún misterio desconocido que confía a tres mil personas. Habla en nombre de la naturaleza, y sin embargo se cree cristiano. Enlaza muy bien bajo una forma francmasónica a Bacon y a Jesús. Tan pronto a la vanguardia de la Revolución, tan pronto retrógrado, un día predica en honor de Lafayette, otro excede a los demócratas y funda la sociedad humana sobre el deber de dar a cada uno de sus miembros la vida suficiente. Muchos, en su doctrina algo obscura, creían ver la ley agraria.
Su periódico, el de El Círculo social para la federación de los amigos de la verdad, se llamaba La Boca de Hierro, título amenazador, espantable. Esta boca siempre abierta (calle de la Antigua Comedia, cerca del café de Procopio) recibía noche y día los informes anónimos, las acusaciones que se querían enviar. Entran, pero tranquilizaos, la mayor parte quedan inutilizados: La Boca de hierro no muerde.
Salgamos. En la crisis en la que nos hallamos hay que vigilar, hay que prever. Hay aquí muchas teorías, muchas mujeres y muchos ensueños. El aire no es sano para nosotros. El amor, la paz, cosas excelentes sin duda; pero ¿qué? La guerra ha empezado. ¿Se puede hacer abrazar a los hombres los principios opuestos antes de conciliarlos? Por cima del Circo, para aumentar mis desconfianzas, veo el club sospechoso del 89, con sus brillantes departamentos que resplandecen con multitud de luces; está en el primer piso del Palais Royal, es el club de Lafayette, Bailly, Mirabeau, Sieyes y de los que querían detenerse antes de tener garantías. De tiempo en tiempo, estos ídolos populares aparecen en el balcón, saludan como reyes a la multitud. El nervio de este club opulento es un buen restaurant.
Me gusta más el pálido resplandor de los reverberos que de lejos atraviesan la niebla de la calle de Saint-Honoré; me gusta más seguir la negra oleada del pueblo que va todo él en el mismo sentido hasta la pequeña puerta del convento de los jacobinos. Allí es donde todas las mañanas los obreros de la revuelta vienen a tomar la orden de Lameth o a recibir de Laclós el dinero del duque de Orleans. A esta hora el club está abierto. Entremos con precaución, el sitio no está muy alumbrado…Gran reunión, verdaderamente seria, imponente. Aquí, de todos los puntos de Francia, viene a resonar la opinión; a quí llueven de los departamentos las noticias verdaderas o falsas, las acusaciones justas o no. De aquí parten las respuestas. Aquí esta el Grande Oriente, el centro de asociados; aquí la gran Francmasonería; no en el club del inocente Fauchet, que no tiene más que la forma vana.
Sí, esta nave tenebrosa es algo solemne. Mira, si podéis ver, ese gran número de diputados: han llegado a reunirse hasta cuatrocientos; hoy estáis viendo cerca de doscientos, los principales agitadores, Duport, Lameth y esa presuntuosa fisonomía provocativa, con la nariz pronunciada, es el joven y brillante abogado Barnave. Para suplir a los diputados ausentes, la sociedad ha admitido cerca de mil miembros, todos distinguidos.
Aquí no hay ningún hombre del pueblo. Los obreros vienen, pero a otras horas, en otra sala, debajo de ésta. Se ha fundado, para su instrucción, una sociedad paternal donde se les explica la Constitución. Una sociedad de mujeres del pueblo comienza también a reunirse en esta sala inferior.
Los jacobinos son una reunión distinguida, letrada. La literatura francesa está aquí en mayoría. Laharpe, Chenier, Chamffort, Andrieux, Sedaine y tantos otros; abundan los artistas: David, Vernet, Larive y el joven actor Román Talma. En las puertas, para revisar los billetes y reconocer a los miembros, hay dos porteros-censores: Lais, el cantor, y el bellos joven, digno discípulo de madame Genlis, el hijo del duque de Orleans.
El hombre negro que está en el escritorio, que sonríe con un aire sombrío, es el mismo agente del príncipe, el célebre autor de Los enlaces perjudiciales. ¡Gran contraste! En la tribuna está hablando Robespierre.”

MICHELET, Jules, “Historia de la Revolución francesa”, Argentina, Areópago, 1960, tomo II, pp. 43, 44, 45. (Escrito en 1847)