sábado, 18 de septiembre de 2010

Cine e Historia (La Edad de Oro)

                LA LIBERTAD DE CREACIÓN: sobre la "Edad de Oro", Luis Buñuel, 1930.

El texto sobre La Edad de Oro tiene su propia historia. El 3 de noviembre de 1930, un comando integrado por la Liga Antijudía y la Liga de los Patriotas ocupa en París el cine Studio 28, donde se proyectaba L'Áge d'Or, causando diversos desperfectos. El episodio, que luego fuera apoyado por un sector de la prensa local, llevó a que una semana después el film quedara prohibido.
León Moussinac y Henry Miller fueron dos de los intelectuales destacados que protestaron públicamente contra la prohibición. El grupo surrealista se unió a esa protesta con un Manifiesto que llevaba trece firmas. La versión reproducida fue sacada de la revista Nuestro Cine (n.0 86, Madrid, junio de 1969) donde aparece la constancia: «Se trata de la versión íntegra con excepción de un par de párrafos de cuatro líneas.»


Manifiesto de los surrealistas a propósito de «La Edad de Oro»

Máxime Alexandre/Louis Aragon/André Breton/René Cre-vel/René Char/Salvador Dalí/Paul Éluard/Benjamin Péret/Georges Sadoul/André Thirion/Tristan Tzara/Pierre Unik/Albert Valentín

El miércoles, día 12 de noviembre de 1930 y días siguientes, ante el cotidiano ocupar una butaca en una sala de espectáculos por varias centenas de personas arrastradas hasta allí por muy diversas aspiraciones, sumamente contradictorias, que van como en una escala más vasta de las mejores a las peores, personas que, por lo general, no tienen ningún conocimiento recíproco entre ellas mismas, y que, incluso, desde el punto de vista social, tienen lo mínimo que ver las unas respecto de las otras, pero que, en aquel momento, lo quisieran o no lo quisieran, se encontraron conjuradas por virtud de la oscuridad, por ese alineamiento insensible y esa hora que para todos es siempre la misma, para transformar en una derrota o en una victoria —con La Edad de Oro, de Buñuel— a uno de los supremos programas de reivindicación que jamás se hayan propuesto a la conciencia humana, ocuparon su lugar de jueces tal vez mejor que para abandonarse a la delicia de ver por fin transgredidas en el mayor grado posible esas infames y decepcionantes leyes que pretenden hacer pasar por inofensiva una obra de arte cuando bajo ella hay un grito y frente a ella, con la ayuda de la hipocresía, se esfuerzan en no reconocer bajo el nombre de belleza más que a las mordazas, ocuparon su lugar para mesurar, con algún rigor, la envergadura de este ave de rapiña hoy por completo inesperada en ese cielo que baja, en el cielo occidental: La Edad de Oro.

El instinto sexual y el instinto de la muerte

Probablemente sería muy poco el pedir a los artistas de hoy que se atengan a la constatación, por lo demás genial, que la energía sublimada que en ellos se incuba continúe librándoles, atados de pies y manos, del orden de cosas existente, y que no haga, a través de ellos, más víctimas que a ellos mismos. Pensamos que su deber más elemental es someter la actividad que resulta de esta sublimación, de origen misterioso, a una aguda crítica, y no recular jamás ante ningún aparente exceso; especialmente desde el momento en que se trata de desatar esa mordaza de la que antes hablamos. Entregarse, con todo el cinismo que tal empresa lleva consigo, a la pérdida de uno mismo y a la afirmación de todas las tendencias ocultas de las que las resultantes artísticas sólo son un aspecto bastante frivolo, es algo que debe no sólo permitírseles, sino exigírseles. Sólo pueden formar parte de ellos quienes, más allá de la sublimación de que son objeto y que sería imposible llevar a cabo sin un misticismo naturalizado, propugnan al juicio científico otro término, una vez tenida en cuenta por ellos tal sublimación. No es mucho esperar del artista actual que sepa a qué maquinación fundamental debe el hecho de ser tal artista, y no se puede dar acta de su pretensión a serlo más que cuando esté perfectamente seguro de que ha tomado conciencia de esta maquinación.
Pero el examen desinteresado de las condiciones en las que se resuelve —tiende a resolverse— el problema, nos enseña que el artista Buñuel, por ejemplo, no llega a serlo, sino por mediación de una serie de combates que libran, en la lejanía, dos instintos que, no obstante, se encuentran indisolublemente asociados en el hombre: el instinto sexual y el instinto de muerte.
Dado que la actitud hostil universalmente adoptada en relación con el segundo de estos instintos no difiere en cada hombre más que en su aplicación, dado que, por otro lado, son razones puramente económicas las que se oponen en la sociedad burguesa actual, se nos hace evidente el hecho de que aquella actitud beneficia a  satisfacciones  sumamente parciales;  igualmente  es sabido que la actitud amorosa, con todo el egoísmo que supone y las posibilidades de realización —mucho más apreciables— que lleva consigo, es la que de los dos instintos citados logra soportar mejor la luz del espíritu. De ahí el miserable gusto por el refugio que halaga al arte desde hace siglos, de ahí la tolerancia de que hace gala respecto de todo cuanto, a cambio de no se sabe qué sollozos y rechinamientos de dientes, ayuda a llevar a esta actitud amorosa por encima de todo.
Dialécticamente, no es menos cierto que una de estas actitudes no puede humanamente valer si no es en función de la otra, por lo que ambos instintos de conservación tienden a restablecer un cierto estado que fue turbado por la aparición de la vida, y que se equilibra en todo hombre de una manera perfecta, no siendo más que a causa de la cobardía social por lo que el anti-Eros, a expensas del Eros, se esfuerza por salir a la luz del día. Tampoco es menos cierto que la violencia con que vemos la pasión amorosa animada en un ser, nos permite juzgar su capacidad de negativa y de respuesta, y —mediante ella— podemos, al margen de las inhibiciones pasajeras, discernir si hay en el artista la posibilidad de algo más que un papel de síntoma desde el punto de vista revolucionario.
Que por una vez, y éste es el caso, esta pasión amorosa se sienta esclarecida sobre su propia determinación, que se erice de espinas chorreando gotas de la sangre de aquello que se quiere amar y que, a veces, se ama, que se introduzca en ella ese frenesí tan difamado fuera del cual nosotros, surrealistas, nos negamos a dar por válida ninguna expresión artística, y conoceremos el nuevo y dramático límite del compromiso por el que todo hombre pasa y por el cual consiente en pasar al aceptar escribir o pintar sin una más amplia información, y siendo ésta más amplia información una edad de oro. 

Es la mitología lo que cambia

En el momento más propicio para la investigación psicoanalítica tendente a determinar el origen y la formación de los mitos morales, creemos posible, por simple inducción y al margen de toda precisión científica, llegar a la conclusión de que es posible la existencia de un criterio que se desprende, de manera precisa, de todo cuanto puede sintetizarse en las aspiraciones del pensamiento surrealista en general, y que sería el resultado, desde el punto de vista biológico, de la actitud contraria a aquella que permite admitir la existencia de diversos mitos morales como supervivencia de tabúes primitivos. En completa oposición con esta supervivencia, nosotros creemos (por paradójico que pueda parecer) que es en el dominio de lo que se acostumbra a reducir a los límites (!) de lo congénito donde es realmente posible una hipótesis depreciativa de tales mitos, hipótesis según la cual las adivinaciones y mitificaciones de ciertas representaciones fetichistas con significado moral (como, por ejemplo, las de la maternidad y la vejez), son un producto que, por su relación con el mundo afectivo al mismo tiempo que por su mecanismo de objetización y de proyección al exterior, puede considerarse como un caso, seguramente muy complejo, de transferencia colectiva, dentro del cual el papel desmoralizador corresponde a un potente y profundo sentimiento de ambivalencia. Las posibilidades psicológicas de aniquilación, con frecuencia completa, de un vasto sistema mítico coexisten con la no menos frecuente posibilidad de reencontrar en tiempos ulteriores, mediante un proceso de regresión, a mitos arcaicos ya existentes. Esto significa, por un lado, la afirmación de algunas constantes simbólicas del pensamiento inconsciente, y, por otro lado, el hecho de que este pensamiento es independiente de todo sistema mítico. Todo se reduce a una cuestión de lenguaje: mediante el lenguaje inconsciente podemos reencontrar un mito, pero somos perfectamente conscientes de que todas las mitologías cambian y que una nueva hambre psicológica con tendencia paranoica sobrepasa nuestros sentimientos con frecuencia miserables.
No hay que fiarse de la ilusión resultante de la falta de comparación, ilusión parecida a la ilusión de la marcha del tren parado cuando otro tren pasa ante la ventanilla del vagón y, en el caso ético, parecida a la de la traslación de los hechos hacia el mal: todo ocurre como si, contrariamente a la realidad, lo que cambiase no fuesen los acontecimientos, sino, más gravemente, la mitología.
En las próximas mitologías morales ocuparán un lugar, de manera usual, reproducciones escultóricas de diversas alegorías, entre las que hay que contar como más ejemplares la de una pareja de ciegos devorándose mutuamente y la de un adolescente de mirada nostálgica «escupiendo por puro placer sobre el retrato de su madre».

El don de la violencia

Librando la más encarnizada lucha contra todos los artificios, ya sean sutiles, ya sean groseros, la violencia, en este film, limpia a la soledad de todo cuanto se atavía con ella. En la soledad, cada objeto, cada ser, cada hábito, cada convención y también cada imagen, premeditan el retorno a su realidad sin devenir; el retorno al carecer de cualquier secreto, al poder ser definido tranquilamente, inútilmente, por la atmósfera que crea. Pero he aquí que el espíritu que no acepta se queda solo y quiere vengarse de todo cuanto se apodera del mundo que le ha sido impuesto. En sus manos, arena, fuego, agua, plumas; en sus manos, el árido goce la privación; en sus ojos, la cólera; en sus manos, la violencia. Después de haber sido víctima durante tan largo tiempo de todos los trastornos posibles, el hombre responde a la calma que le cubre de ceniza.
Rompe, impone, aterroriza, saquea. Las puertas del amor y del odio están abiertas y dan paso a la violencia. Inhumana, pone en pie al hombre y no recoge, de este depósito sobre la tierra, la posibilidad de un fin.
El hombre sale de su refugio y, cara a cara con la vana disposición de los encantos y los desencantos, se enerva con la fuerza de su delirio. ¡Qué importa la debilidad de sus brazos si su propia cabeza está sometida a la rabia que le conmueve!

El amor y el extravío

No estamos lejos del día en que veremos, a pesar de todas las escorias y desgarros que nos muerden como un ácido, en la base de esta actividad liberadora o tenebrosa, el ensayo de una vida más limpia dentro del corazón de ese mecanismo por el que la ignorancia industrializa las ciudades, que el amor es lo único que queda más allá de los límites imaginables, dominando las profundidades del viento, los filones de diamantes, las construcciones del espíritu y la lógica de la carne.
El problema de la quiebra de los sentimientos, íntimamente vinculado con el del capitalismo, no ha sido resuelto todavía. Se puede observar en todos los campos una búsqueda de nuevas convenciones que nos ayuden a vivir hasta el momento en que se llegue a una liberación aún ilusoria. En este sentido, el psicoanálisis ha creado, más que ninguna otra cosa, prejuicios, ya que dentro de él el amor ha permanecido al margen de las manifestaciones que lo acompañan. El mérito de La Edad de Oro radica en haber mostrado la irrealidad y la insuficiencia de semejante concepción. Buñuel formula una hipótesis sobre la revolución y el amor que afecta a lo más profundo de la naturaleza humana, a través del más patético de los debates, y fija, por medio de una profusión de bienhechoras crueldades, ese momento único en el que, con los labios apretados, se sigue la voz más lejana, más presente, más lenta y más apremiante, hasta el alarido ensordecedor que apenas si puede ser oído: AMOR... AMOR... amor... amor...
Nos parece inútil añadir que uno de los puntos culminantes de la purera de este film, está cristalizado en la visión de la heroína en los gabinetes, en la que la potencia del espíritu consigue sublimar una situación generalmente barroca en un elemento poético de la más pura nobleza y soledad.

Situación en el tiempo

Ya no sirve de nada el que algo puro e inatacable sea la expresión de lo que un hombre lleva dentro de sí de más puro e inatacable, porque, haga lo que haga, hagamos lo que hagamos, para aislar su obra de la injuria y del equívoco —y entendemos que el peor equívoco y la peor injuria residen en el desvío de este pensamiento en provecho de otro sin la menor medida común con el primero—, haga lo que haga, repetimos, es en vano. En el momento actual todo parece indiferentemente utilizable para fines que hemos denunciado y reprochado sin cesar. Por ejemplo, hemos leído en Les Annales una declaración en la que el más ínfimo de los payasos dedica delirantes comentarios a Un perro andaluz (Un chien andalou (1929), de Luis Buñuel –cortometraje-). auto-autorizándose, en virtud de su admiración, para descubrir una identidad entre la inspiración de este film y su propia poesía. Sin embargo, la confusión no es, de ningún modo, posible. Pero por muchas cercas que pongamos rodeando a un terreno, y le creamos ya suficientemente protegido, veremos enseguida cómo la inmundicia lo invade. Pese a que tan sólo basta con que un libro, un cuadro o un film, contengan sus propios medios de agresión para derrumbar a las estafas, seguimos pensando, a pesar
 es una precaución como cualquier otra y, en este plano, nada le falta a La Edad de Oro para frustrar cualquier espera y encontrar cómodamente su propio pasto. Si el espíritu de escándalo que Buñuel manifiesta en su obra no por un capricho deliberado, sino por razones que, de un lado, le son personales y que implican, de otro lado, la voluntad de prescindir para siempre de los curiosos, de los amateurs, de los burlones, de los exegetas que aprovecharán la ocasión para ejercer su mayor o menor capacidad para discurrir, si este espíritu ha fructificado aunque sólo sea en esto, ello sólo bastaría para justificar esta obra de Buñuel por encima de cualquier otra ambición que ella posea. Corresponde a los profesionales de la crítica preguntarse, a propósito de este film, las cuestiones relativas al guión, a la técnica, a la intervención de la palabra. Pero que no esperen que nosotros les proporcionemos argumentos destinados a alimentar  su debate sobre la oportunidad del silencio o del sonido, manteniendo, de esta forma, con ellos una vana querella, del mismo orden de la del verso libre o del clásico. Y, en verdad, este problema no es el que directamente aborda Buñuel; por otra parte, ¿puede hablarse de problema respecto de un film en el que nada, de todo cuanto nos agita, es eludido? De los interminables rollos de celuloide expuestos hasta hoy a nuestras miradas, unos fragmentos sólo fueron la diversión de una tarde; otros, un tema de decaimiento o de increíble cretinización; otros, el motivo de una breve e incomprensible exaltación: pero, ¿qué retenemos de todo esto sino la voz de lo arbitrario que puede percibirse en algunas comedias de Mack Sennett, la escena del desafío en Entreacto2, la escena del amor salvaje  en Sombras blancas3las  escenas  de esperanza y desesperanza igualmente ilimitadas de los films de Chaplin? Aparte de esto nada hay,  si excluimos la irreductible llamada a la Revolución de  El acorazado Potiomkin4. Nada, si excluimos  Un perro andaluz y La Edad de Oro, films que se sitúan más allá de todo lo existente. ¡Un lugar para el hombre que, llevando sobre sus vestidos huellas de polvo y de cascotes, indiferente a todo cuanto no es únicamente el pensamiento del amor que le llena y le guía, y alrededor del cual se organiza y gravita el mundo, ese mundo con el que no hay acomodo posible y al que, una vez más, nosotros pertenecemos sólo en la medida en que nos alzamos contra él!

2 Entr'acte (1924), de Rene Clair (cortometraje).
3 Sombras blancas en los Mares del Sur  (White Shadows in the South Seas,  1927-1928 iniciado por R. J. Flaherty y concluido por W. S. Van Dyke.
4 Bronenosetz  Potiomkin (1925), de S. M. Eisenstein.

Aspecto social

      Hay que buscar algún cataclismo lejano para encontrar algo con que comparar los tiempos modernos. Hay que retrotraerse, tal vez, al derrumbamiento del mundo antiguo. La curiosidad que nos arrastra hacia esas épocas de enorme convulsión, convulsión semejante, hechas todas las reservas, a la que hoy vivimos, se vería complacida si pudiese encontrar en esos tiempos algo más que simple historia [...]. A esto se debe el que las auténticas huellas dejadas por la aguja de un gran sismógrafo mental sobre la retina humana revistan siempre, a menos que desaparezca con todo lo demás en el aniquilamiento de la sociedad capitalista, una importancia excepcional para aquellos a quienes, ante todo, les importa determinar el punto crítico en el que los «simulacros» ocupan el lugar de las realidades. Depende de la voluntad de los hombres el que el sol se ponga de una vez para siempre. Proyectada en una época en la que los bancos estallan, en la que las revueltas se desencadenan, en la que los cañones comienzan a salir de sus arsenales, La Edad de Oro debería ser contemplada por todos aquellos a quienes no les inquietan las noticias que la censura deja imprimir en los diarios; La Edad de Oro es un complemento moral indispensable para las alarmas bursátiles, sobre las que su efecto será sumamente directo a causa precisamente de su carácter surrealista. No hay, en efecto, fabulación en la realidad. Se ponen primeras piedras, las conveniencias adquieren figura de dogma, los gendarmes aporrean como corresponde a cada día, es decir, diversos accidentes se producen en el seno de la sociedad burguesa y todos son recibidos con la misma completa indiferencia. Estos accidentes aparecen en el film de Buñuel filosóficamente puros, debilitando así la capacidad de resistencia de una sociedad en putrefacción [...]. El paso del pesimismo a la acción está determinado por el amor, principio del mal en la demonología burguesa, que exige el sacrificio de todo: situación, familia, honor, pero cuyo fracaso en la organización social introduce en ella el sentimiento de la rebelión. Un proceso semejante puede observarse en la vida y la obra del marqués de Sade, contemporáneo de la edad de oro de la monarquía absoluta, y ambas interrumpidas por la implacable represión física y moral de la burguesía triunfante. No es casual que el sacrílego film de Buñuel se nos erija en eco de las blasfemias aulladas como alaridos por el divino marqués a través de las rejas de sus prisiones. Sólo queda mostrar el devenir de este pesimismo en la lucha y en el triunfo del proletariado, que es el equivalente de la descomposición de la sociedad en tanto que clase particular. En la época de la «prosperidad», el valor de uso social en La Edad de Oro puede ser medido por la satisfacción de la necesidad de destrucción inherente a los oprimidos y, tal vez también, por el halago de las tendencias masoquistas de los opresores. Pese a todas las amenazas de estrangulamiento que se ciernen sobre ella5, este film servirá utilísimamente para hacer reventar esa gloria, siempre menos hermosa que la que ella misma nos muestra en un espejo6.

5 amenazas de estrangulamiento no tardaron en cumplirse (N. de la Red.).
6 Este fundamental texto surrealista está reproducido íntegramente, con excepción de dos pequeños párrafos de cuatro líneas
(N. de la Red.).

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